No te muevas

 

CAPÍTULO PRIMERO.

 

 

 

 

Te has saltado el stop. Lo has pasado a toda velocidad con tu chaqueta de piel sintética y los auriculares del walkman pega­dos a las orejas. Había dejado de llover un momento. Por encima de las copas de los plátanos y las antenas, los estorni­nos atestaban la luz cenicienta, ráfagas de plumas y chirridos, manchas negras que oscilaban, se rozaban sin herirse y luego se abrían, se diseminaban antes de cerrarse de nuevo en otro vuelo. Abajo, los peatones se protegían la cabeza con el pe­riódico, o sólo con las manos, de la lluvia de estiércol que caía del cielo y se acumulaba en el asfalto junto a las hojas mojadas que caían de los árboles, despidiendo un olor dulzón y opresivo que todos se apresuraban en dejar atrás.

Has llegado hasta el cruce a toda velocidad desde el fon­do del callejón. Casi lo habías pasado, y el del coche casi había conseguido esquivarte. Pero había barro en el suelo, gua­no grasiento de la reunión de estorninos. Las ruedas del coche han patinado en esa costra resbaladiza, sólo un poco, pero ese poco ha bastado para que el coche le dé a tu scooter. Has salido volando hacia los pájaros y has caído entre su mierda, y contigo ha vuelto tu mochila llena de pegatinas. Dos de tus libretas han acabado en el borde de la acera, en un charco de agua negra. El casco ha rebotado por la calle como una ca­beza vacía, no te lo habías abrochado. Enseguida se te han acercado los pasos de alguien. Tenías los ojos abiertos, la boca sucia, ya sin incisivos. El asfalto te había entrado en la piel, punteándote las mejillas como la barba de un hombre. La música había parado, los auriculares del walkman habían resbalado entre tu pelo. El hombre del coche se ha dejado la puerta abierta y ha llegado hasta donde estabas, te ha visto la brecha en la frente y se ha llevado las manos a los bolsillos en busca del móvil; lo ha encontrado, pero se le ha caído de las manos. Lo ha recogido un chico, ha sido él quien ha llamado a urgencias. Mientras tanto, el tráfico se ha detenido. El coche está atravesado en la calle y el tranvía no puede pasar. El conductor ha bajado; han bajado muchas personas y se han dirigido hacia ti. Gente que nunca has visto te ha rozado con la mirada. De tus labios ha salido un pe­queño gemido junto con un capullo de espuma rosada mientras te alejabas de la vida con los ojos abiertos. Había mucho tráfico, la ambulancia ha tardado. Tú ya no tenías prisa. Estabas quieta dentro de tu chaqueta peluda como un pájaro sin viento.

 

 

Después han despejado el tráfico conectando las sirenas. Los coches se han arrimado a los quitamiedos o se han subido a las aceras que bordean el río mientras la bolsa de suero bailaba sobre tu cabeza y una mano apretaba y soltaba la pera azul que te bombeaba aire en los pulmones. En urgencias, la en­fermera que te ha ingresado te ha metido un dedo entre la mandíbula y el hueso hioides, un punto gatillo. Los reflejos de tu cuerpo eran demasiado leves. Te ha limpiado con gasas la sangre que te bajaba por la frente. Te ha observado las pupilas, que estaban inmóviles y desiguales. La respiración era bradipneica. Te han metido por la boca una cánula de Guedel para recolocarte la lengua, que se te había ido hacia atrás, y después la sonda de aspiración. Han sacado sangre, coágulos, moco y un diente. Te han colocado el pulsioxímetro en un dedo para medir la oxigenación de la sangre; el porcentaje de oxihemoglobina era demasiado bajo: ochenta y cinco por ciento. Entonces te han intubado. La hoja del la­ringoscopio te ha resbalado por la garganta con su luz he­lada. Ha entrado un enfermero empujando la torre de monitorización cardiaca y la ha enchufado, pero la máquina no se ha puesto en marcha. Le ha dado un golpecito en un lado y el monitor se ha encendido. Te han levantado la camiseta, te han colocado las ventosas de los electrodos en el pecho. Has tenido que esperar un poco porque la sala de TACS no estaba libre. Después te han metido en el túnel de radiación. El traumatismo estaba en la zona temporal. Tras el cristal, la anestesista le ha pedido al radiólogo más secciones, más precisas. Han visto la profundidad y la extensión del hematoma, que se prolon­gaba más allá del parénquima cerebral. El hematoma del con­tragolpe, si lo había, aún no era visible. Pero no te han in­yectado el líquido de contraste por miedo a las complica­ciones renales. Enseguida han llamado a la tercera planta para pedir quirófano. La enfermera ha preguntado: «¿Quién está de guar­dia en neurocirugía?»

Luego han empezado a prepararte. Una enfermera te ha desnudado lentamente, cortando la ropa con las tijeras. No sabían cómo avisar a tus familiares. Esperaban encontrarte algún documento encima, pero no llevabas ninguno. Tenían tu mochila, de ahí han sacado tu diario. La anestesista ha leído el nombre y, a continuación, el apellido. Se ha detenido en el apellido y un momento después ha vuelto al nombre. Una oleada de calor le ha abrasado el rostro, ha sentido la necesidad de respirar y le ha costado hacerlo, como si un bo­cado infame le obstruyese el paso del aire. Entonces ha ol­vidado su papel cruel y te ha mirado a la cara como haría cualquier mujer. Ha examinado tus rasgos tumefactos con la esperanza de alejar ese pensamiento angustioso. Pero te pareces a mí, y Ada no ha podido evitar reparar en ello. La enfermera te estaba afeitando la cabeza, tu cabello caía al suelo. Ada ha señalado los mechones castaños caídos. «Despacio, despacio», ha susurrado. Se ha dirigido a reanimación, hacia el neurocirujano de guardia.

—La chica que acaban de traer...

—Vas sin mascarilla, salgamos.

Han dejado ese lugar aséptico donde no se admiten parientes, donde los enfermos yacen desnudos junto al aliento del respirador artificial, y han vuelto juntos a la sala donde te preparaba la enfermera. El neurocirujano ha observado en el monitor el trazado del electrocardiograma y de la presión sanguínea.

—Está hipotensa —ha dicho—, ¿habéis descartado lesiones torácicas y abdominales?

Después te ha mirado, de refilón. Te ha abierto los párpados con un movimiento rápido de los dedos.

—¿Y bien? —ha dicho Ada.

—¿Están listos en quirófano? —le ha preguntado él a la enfermera.

—Están preparándolo.

Ada ha insistido:

—¿No crees que se le parece?

El neurocirujano se ha dado la vuelta y ha llevado el TAC hacia la luz que entraba por la ventana.

—El hematoma está localizado entre el cerebro y la duramadre...

Ada se ha retorcido las manos y ha levantado el tono de voz.

—Se le parece, ¿verdad?

—Podría incluso ser intradural.

  

 

Fuera llovía. Ada ha atravesado el pasaje exterior que separa urgencias del pabellón de medicina general con los brazos cruzados, apretados a la bata de media manga, con los pasos silenciados por los zuecos de goma verde. No ha cogido el as­censor para subir a cirugía, ha subido a pie. Necesitaba moverse, actuar. Hace veinticinco años que la conozco. Antes de casarme, durante un tiempo fui detrás de ella en un precario equilibrio entre el juego y la sinceridad. Ha abierto la puerta de par en par. En la sala de médicos había un enfermero que se estaba llevando las tazas de café. Ha cogido un gorro y una mascarilla de los contenedores, se los ha puesto depri­sa y ha entrado.

Debo de haberla visto un poco después, cuando he vuelto la mirada hacia la instrumentista para pasarle las klemmer. Me ha extrañado verla allí, está fija en reanimación y nos vemos de tarde en tarde, la mayoría de las veces en el bar del sótano. Pero no le he prestado mucha atención, ni siquie­ra le he hecho un gesto de saludo, he enganchado otra klemmer y la he pasado. Ada ha esperado a que mis manos no estuvieran sobre el campo de operaciones.

—Profesor, tiene que acompañarme —ha susurrado.

La instrumentista estaba sacando la aguja lanceolada de su envoltorio estéril; he oído el sonido del papel plastificado al abrirse mientras buscaba con mi mirada la de Ada. Estaba muy cerca de mí y no me había dado cuenta. He encontrado dos ojos de mujer desnudos, sin maquillar, vibrando dentro de un reflejo. Antes de pasar a reanimación fue una de las mejores anestesistas del hospital, les administró protóxido de nitrógeno a muchos de mis pacientes. Jamás la he visto inmutarse o dejarse llevar por las emociones, ni siquiera en los momentos más graves, y por eso siempre la he apreciado, porque sé cuánto le ha costado enterrarse dentro de esa bata verde.

—Luego —le he dicho.

—No, profesor, es urgente, por favor.

Su tono de voz estaba extrañamente cargado de autoridad. Creo que no he pensado en nada, pero se me han vuelto pesadas las manos. La instrumentista me tendía el portaagujas. Nunca he abandonado una intervención antes de termi­narla. He apretado la mano y he notado que el impulso lle­gaba tarde. Me disponía a volver a coser el tejido muscular del abdomen. He dado un paso atrás para separarme del paciente y he tropezado con alguien que tenía a mi espalda.

—Termina tú —le he dicho a mi ayudante.

La instrumentista le ha pasado el portaagujas. He escuchado el ruido del metal contra la mano enguantada, un sonido sordo que se ha amplificado en mi oído. Todos los presentes han mirado a Ada con el rabillo del ojo. Al salir del quirófano la puerta se ha cerrado en profundo silencio.

Estábamos de pie, el uno frente al otro, en la sala de preanestesia.

—¿Y bien?

El pecho de Ada subía y bajaba con irregularidad bajo la bata, tenía los brazos descubiertos, manchados por el frío.

—Profesor, tenemos una chica abajo con un traumatismo craneal...

Casi sin darme cuenta, con un gesto automático, me he quitado los guantes.

—Siga.

—He encontrado su diario... Tiene el mismo apellido que usted, profesor. —He levantado una mano, le he quitado la mascarilla de la cara. Su voz ya no estaba agitada, se le había acabado el valor. Era una petición de ayuda tranquila y ahogada—. ¿Cómo se llama su hija?

Creo que me he acercado a ella para mirarla mejor, para buscar en el fondo de sus ojos un nombre que no fuera el tuyo.

—Angela —he resoplado en esos ojos, y los he visto desbordarse.

 

 

He corrido escaleras abajo, he corrido bajo la lluvia de fuera, he seguido corriendo mientras una ambulancia que iba como un rayo se clavaba a dos pasos de mis piernas. He cruzado corriendo la puerta de cristal del dispensario, he pasado co­rriendo por la sala de enfermeras, por la habitación en la que al­guien con una extremidad fracturada gritaba, y por la de al lado, que estaba vacía y en desorden. Me he detenido. Tu ca­bello estaba en el suelo. Tu cabello castaño y ondulado reco­gido en un montoncito junto a algunas gasas ensangrentadas.

En un segundo me convierto en polvo andante. Entro en reanimación, recorro el pasillo hasta la pared de cristal. Ahí estás, afeitada, intubada, con esparadrapo claro alrededor de la cara hinchada y amoratada. Eres tú. Franqueo el cristal y llego a tu lado. Soy un padre cualquiera, un pobre padre hundido por el dolor, con la boca seca y el pelo sudado y frío. Es algo que no puede avanzar, se queda estancado en un vago limbo de estupor. Estoy atontado, me ha dado una embolia en el centro del dolor. Cierro los ojos y niego ese dolor. No estás ahí, estás en el colegio. Cuando vuelva a abrir los ojos ya no te encontraré. Habrá otra, no importa quién, una cría cualquiera de las que hay por el mundo. Pero no tú, Angela. Abro los ojos como platos y eres tú, una cría cualquiera de las que hay por el mundo.

En el suelo hay una caja que dice «Material peligroso», cojo al hombre que soy y lo meto ahí dentro. Tengo que hacerlo, es mi deber, es lo único que me queda. Tengo que mirarte como si tú no me pertenecieras. Un electrodo te lame mal un pezón, lo arranco y lo coloco con mayor decencia. Miro el monitor: cincuenta y cuatro pulsaciones. Ahora menos: cincuenta y dos. Te levanto los párpados, tienes las pupilas anisocóricas; la derecha, completamente dilatada. La lesión endocraneal está en ese hemisferio. Hay que operarte de inmediato para hacer que respire el cerebro, esa masa desplazada por el hematoma que ahora presiona contra la caja craneal, dura, inextensible, ahogando los centros nerviosos que se ramifican por todo el cuerpo, privándote de una parte de ti a cada instante que pasa. Me vuelvo hacia Ada y le pregunto:

—¿Le habéis dado corticoides?

—Sí, profesor, y también un gastroprotector.

—¿Tiene más lesiones?

—Sospechamos una rotura de bazo.

—¿Hemoglobina?

—Doce.

—¿Quién hay en neurocirugía?

—Yo, estoy yo. Hola, Timoteo.

Alfredo me pone una mano sobre el hombro; lleva la bata desabrochada, el pelo y la cara mojados.

—Ada me ha llamado por teléfono, acababa de marcharme.

Alfredo es el mejor de su departamento y, sin embargo, nadie tiene por él mucha consideración; es de modales extraños y a menudo poco sociable, no tiene méritos evidentes; opera a la sombra del jefe de servicio, se desinfla cuando él lo mira. Hace muchos años le di algunos consejos, pero no me hizo caso; su carácter no está a la altura de su talento. Está separado y sé que tiene un hijo adolescente, más o menos de tu edad. No estaba de guardia, podría habérselo quitado de encima, a ningún cirujano le gusta operar al pariente de un colega. En cambio, él se ha metido en un taxi y, para llegar antes, ha hecho que lo dejase en medio del tráfico y ha sorteado a pie el atasco bajo la lluvia. No sé si yo habría hecho lo mismo.

—¿Arriba ya están listos? —pregunta Alfredo.

—Sí —contesta la enfermera.

—Subamos cuanto antes.

Ada se te acerca, te desconecta del respirador artificial y te coloca el balón de oxígeno Ambu para trasladarte. Después empieza el viaje. Veo cómo uno de tus brazos cae por fuera de la barra mientras te meten en el ascensor; Ada se agacha para recogértelo.

Me quedo con Alfredo, nos sentamos en la sala contigua a reanimación. Alfredo enciende la luz del negatoscopio, coloca encima tu TAC y lo observa muy de cerca. Se detiene en un punto, frunce el entrecejo, fuerza la mirada. Sé lo que significa buscar una pista que te pueda ayudar en la nebulosa de una radiografía.

—Mira —dice—, el hematoma principal es éste, apenas por encima de la duramadre, llegaré a él fácilmente... Lo que hay que calcular es cuánto está sufriendo el cerebro, eso no lo puedo prever. Además, hay una mancha aquí, en el interior, no sé, quizá sea un derrame del contragolpe...

Nos miramos en esa luz azulada que tu cerebro proyecta. Sabemos que no podemos mentirnos.

—Podrían haberse presentado ya complicaciones isquémicas —susurro.

—Tengo que abrir, entonces lo sabremos.

—Tiene quince años.

—Mejor, el corazón es fuerte.

—Ella no es fuerte... Es pequeña. —Caigo de rodillas y lloro sin contenerme, apretándome las manos contra la cara húmeda—. Va a morirse, ¿verdad? Los dos lo sabemos, el hematoma es enorme.

—No sabemos una mierda, Timoteo. —Se ha arrodillado a mi lado, me sujeta por los brazos y me sacude con fuerza, y de paso se sacude a sí mismo—. Ahora abrimos y vemos lo que hay. Aspiro el hematoma, oxigeno el cerebro y vemos qué pasa. —Se levanta—. ¿Vas a entrar conmigo?

Me seco la nariz y los ojos con el antebrazo antes de le­vantarme. Sobre el vello me queda un rastro brillante de moco.

—No me acuerdo de nada del cerebro, no voy a servirte para nada.

Alfredo me observa con su mirada impertérrita, sabe que estoy mintiendo.

 

 

En el ascensor ya no hablamos, miramos hacia arriba, a los números luminosos de las plantas que van desapareciendo. Nos separamos sin cruzar palabra, sin tocarnos siquiera. Doy unos pasos y me siento en la sala de médicos. Alfredo está preparándose. Sigo con el pensamiento sus gestos, ese ritual que conozco tan bien. Las manos resbalan hasta los codos en el enorme lavabo de acero, aparta la espuma desinfectante, tengo el olor del amoníaco en la nariz... La enfermera le pasa unas gasas para secarse, la instrumentista le ata la bata. Hay un silencio insólito, un silencio de gente enmudecida. Un enfermero que conozco pasa por delante de la puerta, que está abierta, cruzamos las miradas y la suya se precipita al suelo, a los pasos de goma. Luego es Ada la que está en la puerta. Ada, que nunca se ha casado, que vive en una planta baja con un jardín al que caen las sábanas de los edificios vecinos...

—Vamos a empezar, ¿está seguro de que no quiere venir?

—Sí.

—¿Necesita algo?

—No.

Asiente con la cabeza, intenta sonreír.

—Escuche, Ada —la detengo.

Se da la vuelta otra vez.

—¿Sí, profesor?

—Si las cosas van mal, hágalos salir a todos y, antes de llamarme, quítele el respirador de la boca, las agujas, arránqueselo todo, cúbrala... Lo que quiero es que me la devuelva dignamente.

 

 

Alfredo ha traspasado la zona estéril y ha entrado en la sala de operaciones con los brazos levantados; el ayudante se le acerca para ponerle los guantes. Tú estás bajo la lámpara de quirófano. A mí me queda por hacer lo más atroz: avisar a tu madre. Se ha ido a Londres esta mañana, ya lo sabes, tenía que entrevistar a no sé quién, un ministro, creo, estaba muy nerviosa. El taxi que se la ha llevado ha salido por el portón un momento antes que tú. Os he oído discutir en el baño. El sábado volviste un poco tarde, a las doce y cuarto; esos quince minutos por encima del horario convenido la han irritado mucho; en ciertas cuestiones no se muestra indulgente en absoluto, no soporta las infracciones, las considera un auténtico atentado a su tranquilidad. Es una madre amable a pesar del rigor, que sin duda le sirve para prevenir, pero que, créeme, también la oprime. Yo sé que no haces nada malo, te reúnes con tus amigos delante del colegio cuando está cerrado. Os quedáis allí a hablar en la oscuridad, en el frío, en­cogidos y con las mangas de los jerséis estiradas hasta los dedos, bajo las pintadas, bajo ese graffiti tan grande. Siempre te he dejado a tu aire, me fío de ti, me fío hasta de tus errores. Te conozco por cómo eres en casa y en los escasos momentos que pasamos juntos, pero no sé qué eres con los demás. Sé que tienes buen corazón, y que lo esparces entero en una estela de grandiosas amistades. Muy bien, es una chispa que vale la pena vivir. Pero tu madre no piensa igual, cree que estudias poco, que desperdicias energía, que no cubrirás las etapas de tus estudios según lo previsto.

Alguna que otra vez tú y tus amigos atravesáis a pie el complejo de edificios y os enterráis en el pub de la esquina, ese agujero lleno de humo que está por debajo del nivel de la calle. Una vez eché un vistazo, desde arriba, por una de las ventanas bajas que hay junto a la acera, y os vi reír, abrazaros, aplastar las colillas en el cenicero. Yo era un cincuentón elegante y solitario paseando por la noche y vosotros estabais allí abajo, al otro lado de los ventanucos con rejas donde los perros se paran a olisquear; erais tan jóvenes, tan rápidos... Sois guapísimos, Angela, quería decírtelo, guapísimos. Os espié casi avergonzándome, pero con la misma curiosidad con la que un viejo miraría a un niño que rechaza un regalo. Sí, os vi rechazar la vida, allá abajo, en aquel pub lleno de humo denso.

 

 

Acabo de hablar con mi secretaria. Ha conseguido avisar al aeropuerto de Heathrow. Irán a recoger a Elsa al finger y la llevarán a una sala privada para explicarle la situación. Es terrible saber que está allá arriba, en el cielo, con un montón de periódicos sobre las rodillas, sin saber nada. Cree que estamos a salvo aquí abajo, hija mía, y desearía que su vuelo no terminase nunca, que continuase hasta el infinito a través de los cielos del mundo. Puede que esté mirando una nube, una de esas nubes que apenas dejan ver el sol, un rayo brillante que entra por la ventanilla para iluminar su rostro. Estará leyendo el artículo de algún colega, lo comentará con pequeños chasquidos. Conozco muy bien sus gestos involuntarios, es como si cada emoción tuviera en su rostro un revelador microscópico. La he tenido muchas veces a mi lado en un avión. Conozco las arrugas de su cuello, esa pequeña bolsa que le hace la piel bajo el mentón cuando agacha la cabeza para leer. Conozco el cansancio en sus ojos, cuando se quita las gafas y cierra los párpados mientras echa la cabeza hacia atrás para apoyarla en el reposacabezas. Ahora la azafata estará ofreciéndole la bandeja del desayuno, ella la re­chazará en un perfecto inglés, le pedirá «just a black coffee» y esperará a que el olor de la comida prefabricada se aleje de ella. Tu madre siempre está en tierra, incluso cuando está en el cielo. Ahora dirige la frente hacia el ojo de buey, puede que haya bajado la cortinilla rígida: será su media hora de descanso. Estará pensando en todas las vueltas que tiene que dar, seguramente desea tener tiempo para acercarse al centro a com­prar alguna cosa. La última vez te trajo aquel poncho tan bo­nito, ¿te acuerdas? Pero no, igual todavía está enfadada contigo... ¿Qué pensará cuando la azafata de tierra vaya a buscarla? ¿Le aguantarán las piernas? ¿Con qué cara mirará el mundo internacional de la gente que va y viene? ¿Con qué angustia? Se volverá vieja, ¿sabes, Angela?, se volverá viejísima. Te quiere mucho. Es una mujer liberada, evolucionada, absolutamente adaptada a la sociabilidad, lo ha aprendido todo, pero no conoce el dolor, cree que sí, pero no sabe nada. Está allí arriba en el cielo y todavía no sabe lo que es esto. Es la atrocidad pegada al pecho, donde ya no hay pecho. Hay un agujero que lo engulle todo a una velocidad frenética, como un torbellino, se traga cajones, vestidos, fotografías, compre­sas, bolígrafos, compact disc, olores, cumpleaños, tatas, man­guitos de playa, pañales. Se lo traga todo. Tendrá que hacer un buen raspado en ese aeropuerto. Se convertirá en la plaza desierta de su vida, en una bolsa vacía colgada a la espalda. Puede que corra hacia el ventanal desde donde se ven despegar los aviones y se dé cabezazos contra esa pared de cielo como un animal arrastrado por un aluvión.

Mi secretaria ha hablado con un directivo del aeropuerto, y éste le ha asegurado que se lo dirán con todo el tacto posible, procurarán por todos los medios no alarmarla demasiado. Ya está todo organizado, tomará el primer vuelo de vuelta, uno de la British que sale justo después de que ella llegue. Ya está todo organizado, la sentarán en una esquina tranquila, le servirán un té, le llevarán un teléfono. Llevo el móvil encendido en el bolsillo, lo he comprobado, tengo bue­na cobertura, cuatro rayas, es importante. Mentiré, inten­taré no decirle que estás muy grave. Evidentemente, no me creerá. Creerá que has muerto. Pero haré lo que sea para con­ven­cer­la. Llevabas un anillo en el pulgar, no me había dado cuen­ta; a Ada le ha costado quitártelo. Lo tengo en el bolsillo, intento meterlo en el mío, en mi pulgar, pero no lo consigo. Lo intento con el corazón, en ése a lo mejor entra. Pero tú no te mueras, Angela, tú no te mueras antes de que tu madre aterrice. No dejes que tu alma atraviese las nubes que ella está mirando con serenidad. No cortes la ruta de su avión, quédate, hija nuestra. No te muevas.

 

 

Tengo frío, todavía llevo la bata de quirófano, quizá debería cambiarme, mis cosas están en la taquilla metálica que lleva mi nombre. He colgado la chaqueta sobre la camisa con cuidado, he dejado la cartera y las llaves del coche en el compartimento superior y he echado el candado. ¿Cuándo ha sido? Hace tres horas, puede que menos. Hace tres horas yo era un hombre igual a todos los demás. Qué taimado es el dolor, cuánto corre. Es como un ácido que desarrolla su corrosiva función en profundidad. Tengo los brazos apoyados en las piernas. Detrás de la cortina de listas veo una parte del pabellón de oncología. No he descansado nunca en esta sala, sólo he entrado de paso. Estoy sentado en un sofá de polipiel, delante de mí tengo una mesa baja y dos sillas vacías. El pavimento es verde, pero está moteado de puntos oscuros que en mis ojos se mueven, histéricos, como virus en el microscopio. Porque de pronto me parece haber estado esperando esta tragedia.

Nos separan un pasillo, dos puertas y el coma. Me pregunto si será posible traspasar los límites de la cárcel que es esta distancia, intentar imaginarla como un confesionario y, sobre los puntos bailarines de este pavimento, pedirte audiencia, hija mía.

Soy cirujano, un hombre que ha aprendido a dividir, a separar la parte sana de la enferma; he salvado muchas vidas, pero no la mía, Angela.

Hace quince años que vivimos en la misma casa. Conoces mi olor, mis pasos, la manera que tengo de tocar las cosas y mi voz carente de desequilibrios, conoces las partes suaves de mi carácter y las hostiles, tan absolutamente irritantes que resultan indefendibles. No sé qué idea te has hecho de mí, pero me la puedo imaginar. La idea de un padre responsable, no falto de su peculiar sentido del humor sardónico, pero demasiado apartado. Estás ligada a tu madre por un sentimiento firme, airado en ocasiones, pero vivo. Yo he sido un traje de hombre colgado al lado de vuestra relación. Más que mi persona, de mí han contado mis ausencias, mis libros, mi impermeable en la entrada. Es un relato que yo no conozco, lo habéis escrito vosotras con las pistas que os he ido dejan­do. Como tu madre, también tú has preferido sentir mi ausencia, porque tenerme podía costarte esfuerzo. Muchas veces, cuando salía por las mañanas, tenía la sensación de que erais vosotras dos juntas, vuestra energía común, la que me empujaba hacia la puerta de casa para libraros del estorbo que yo era. Adoro la naturaleza de vuestra unión, la miro con una sonrisa; vosotras, en cierta medida, me habéis protegido de mí mismo. Yo nunca me he sentido «natural», me he empeñado mucho en serlo y he fracasado estrepitosamente porque empeñarse en ser natural ya es una derrota. Así que he aceptado el modelo de mí que habéis recortado en el papel cebolla de vuestras necesidades. Me he convertido en huésped permanente de mi casa. Ni siquiera me indigna que en mi ausencia, durante los días lluviosos, la señora de la limpieza extienda el tendedero con vuestra ropa al lado de la estufa de mi estudio. Me he acostumbrado a esas húmedas intrusiones sin rebelarme. Me quedo en mi sillón sin poder estirar demasiado las piernas, descanso el libro sobre mis rodillas y me pongo a contemplar vuestra ropa interior. En esa tela húmeda encuentro una compañía que quizá supere la de vuestras personas, porque en sus tramas suaves y cándidas capturo el perfume fraternal de la nostalgia, de vosotras, cierto, pero sobre todo de mí mismo, de mi ausencia. Ya lo sé, Angela, mis besos y mis abrazos hace demasiados años que son inseguros, poco espontáneos. Cada vez que te estrecho entre mis brazos siento que recorre tu cuerpo un espasmo de impaciencia, si no directamente de incomodidad. No estás a gusto, eso es todo. A ti te basta con saber que estoy ahí, con mirarme de lejos, como a un viajero colgado de la ventanilla de otro tren, empalidecido por un cristal. Eres una muchacha sensible y solar, pero de repente te cambia el humor, te vuelves rabiosa, ciega. Siempre he sospechado que esa ira misteriosa, de la que sales desconcertada y algo triste, te ha crecido dentro por mi culpa.

Angela, cargas en tu espalda inocente con una silla vacía. Dentro de mí hay una silla vacía. La miro, miro el respaldo, las patas, espero y me parece escuchar algo. Es el sonido de la esperanza. Lo conozco, lo he oído esforzarse en el fondo de los cuerpos y aflorar en los ojos de las miríadas de pacientes que he tenido delante, he sentido cómo se quedaba estancado entre las paredes del quirófano cada vez que movía las manos para decidir el curso de una vida. Sé exactamente por qué me ilusiono. En los puntos de este pavimento que ahora se mueven despacio como el hollín, como sombras moribundas, me ilusiono porque esa silla vacía se llene aun­que sea por un instante con una mujer, no con su cuerpo, no, sino con su piedad. Veo dos zapatos abiertos color vino, dos piernas sin medias, una frente demasiado alta. Y ante mí apa­rece ella para recordarme que soy una plaga, un hombre que marca sin cuidado la frente de los que ama. Tú no la conoces, pasó por mi vida cuando aún no existías, pasó pero me dejó una huella fósil. Quiero alcanzarte, Angela, en ese limbo de tubos donde te has acurrucado, donde el craneotomo te abrirá la cabeza, para hablarte de esa mujer.